Exposicion único motivos Potestad sancionadora de las Administraciones Públicas
EXPOSICIÓN DE MOTIVOS
I
Dos son los objetivos de la presente ley: establecer unas reglas generales sustantivas válidas para la aplicación de cualquier régimen sancionador sectorial, esto es, lo que podría llamarse una parte general del Derecho Administrativo sancionador, y fijar un procedimiento con una reglas generales y un «iter» formal igualmente hábiles para el ejercicio de la potestad sancionadora respecto de cualquier materia.
Ambos objetivos responden a una necesidad vivamente sentida por el operador jurídico, tanto el que tiene que ejercer la potestad sancionadora como el que se ve en situación de realizar su legítimo derecho de defensa frente al resultado de tal ejercicio; una necesidad de seguridad jurídica derivada de la notable dispersión y aún más notable carencia de la normativa en la materia.
En lo tocante al procedimiento, a pesar de existir uno común, es frecuente que las distintas normas configuradoras de los diferentes regímenes sancionadores sectoriales introduzcan variantes procedimentales, cuando no procedimientos propios completos, siendo esto innecesario, ya que las peculiaridades de los diversos sectores materiales no exigen variaciones sustanciales en la plasmación de los derechos cívicos implicados en el procedimiento sancionador. Y en lo que hace a las reglas sustantivas para el ejercicio de la potestad sancionadora lo que se aprecia es una prácticamente total ausencia de normas de derecho positivo propias del Derecho Administrativo sancionador, siendo la luz del operador jurídico la jurisprudencia y la doctrina, las cuales, a su vez, se nutren de la Constitución y del Derecho Penal, con fundamento en la doctrina del Tribunal Constitucional sobre la comunión de esencia normativa de las sanciones penales y las administrativas; luz ésta brillante, sí, pero insuficiente desde la perspectiva de la seguridad jurídica, pues a la mudanza consustancial a la misma se une, en este caso, la extrema dificultad de la materia a iluminar, dificultad que nace de la necesidad de encontrar y definir los matices que los principios y reglas penales deben experimentar para adaptarse a la peculiaridad de lo sancionador administrativo, lo que provoca contradicciones y perplejidades que, en definitiva, redundan o en la ineficacia en la consecución del interés general que en cada caso es objetivo de la potestad sancionadora, o en una inadecuada protección de los derechos cívicos implicados en el ejercicio de tal potestad, o en ambas cosas a la vez.
Como se aprecia en lo que precede, la tarea normativa de que esta ley es manifestación estaría abocada al más rotundo fracaso si no tuviese como idea central la necesidad de adaptación de los principios y reglas penales a las peculiaridades de la potestad administrativa sancionadora, o, mejor dicho, la búsqueda de aquello que es esencial a lo punitivo y su expresión concreta en lo punitivo administrativo, y, por ello, es esa idea la que subyace en todos y cada uno de los preceptos de esta ley.
La inspiración fundamental en el desarrollo de esa idea, en lo que a la parte sustantiva de la ley se refiere, ha sido el Código Penal, así como la doctrina, la jurisprudencia y los pronunciamientos del Tribunal Constitucional sobre la materia, y, aunque en menor medida, esta ley también bebe de la Sección primera del Capítulo noveno de la Ley 30/1992. Puede que en el futuro el tronco común del «ius puniendi» se nutra también de sus ramas administrativas, pero, en la actualidad, los principios esenciales, lo común punitivo se encuentra en las normas de la parte general del Derecho Penal que contiene el meritado Código, o en la razón de ser de tales normas.
En muchos casos esas normas penales no hacen sino recoger uno de esos principios esenciales comunes, por lo que no cabe matiz alguno en su implantación en la norma administrativa. En los casos en que sí cabe tal matiz, éste se ha buscado en la experiencia del ejercicio de la potestad sancionadora, que es donde realmente se hace presente lo que la diferencia de la potestad jurisdiccional penal.
En lo que hace a la parte procedimiental de la ley, se trata de respetar la esencia de los derechos establecidos en el artículo 24.2 de la Constitución, y eso es algo que ya se logra, en su práctica totalidad, con el Derecho Administrativo vigente en su faceta procedimental, tanto la general como la referida a la materia sancionadora, interpretado de conformidad con la Constitución, siendo, en consecuencia, muy poca la necesidad de acudir a los principios y reglas del Derecho Procesal penal. Siendo así, las fuentes de inspiración de esta ley se han encontrado en el Derecho del Procedimiento Administrativo, y en concreto en la Ley 30/1992 y el Real Decreto 1398/1993, y, como en lo referente a la parte sustantiva, se ha tenido en cuenta la jurisprudencia, la doctrina y los pronunciamientos del TC al respecto.
Para finalizar esta exposición general de la causa de esta ley, resta por expresar unas breves reflexiones a modo de epítome y cierre de lo que precede, a saber:
La potestad sancionadora de la Administración es «ius puniendi». Este aserto, que es hoy en día punto de partida ineludible, impide romper con los principios esenciales de lo punitivo, lo que significa que la necesaria búsqueda de la diferencia, de la peculiaridad del Derecho Administrativo sancionador, tiene su límite en esos principios, cuyo contenido esencial no puede sacrificarse en aras de la eficacia de la potestad sancionadora. Es cierto que las garantías sustantivas y procedimentales pueden y deben ser menores en el campo administrativo sancionador que en el penal, en razón fundamentalmente de la menor severidad (en términos generales y abstractos) de la sanción punitiva administrativa, pero nunca podrán ser menores de las que exige la esencia de los principios que permiten identificar el Derecho punitivo.
La presente ley no es el final del camino en la construcción del Derecho Administrativo sancionador, ni tampoco es el principio. La presente ley nace cuando ya se han hecho relevantes esfuerzos jurisprudenciales, doctrinales y normativos en la materia y en el convencimiento de que puede ser un instrumento útil para avanzar por dicho camino.
El complemento que necesita esta ley no es tanto el que le pueda dar la potestad reglamentaria como el que de seguro vendrá de la labor hermenéutica, de la doctrina y de los Tribunales. No quiere ser una ley para salir del paso, pero tampoco tiene vocación de perpetuidad; no es un experimento inmeditado o un atrevido capricho, pero es consciente de que debe ser muy receptiva a los cambios que su aplicación revele necesarios.
II
Existe fundamento competencial suficiente para esta ley.
El régimen sancionador y el procedimiento administrativo son elementos instrumentales en la configuración jurídica de una materia, y, por ende, la competencia sobre los mismos deriva de la competencia que se tenga sobre la materia de que se trate, ello con el límite que marcan las competencias del Estado sobre las bases del régimen jurídico de las Administraciones Públicas y sobre el procedimiento administrativo común, amen de la establecida en el artículo 149.1.1 de la Constitución.
Tales límites han sido fijados en la Ley 30/1992 y en el Real Decreto 1398/1993 y, aun considerando que lo básico es un concepto material y dinámico, de tales normas debemos partir y las mismas dejan un amplio margen en el que cabe la regulación establecida en esta ley.
Debido a la conexión entre competencia sobre régimen sancionador y procedimiento y competencia sobre la materia sustantiva a que tal régimen y procedimiento hagan referencia, resulta obligado comenzar la ley expresando que solamente será aplicable respecto de la potestad sancionadora que se ejerza en el territorio de la Comunidad Autónoma y en las materias en que las instituciones comunes de ésta tengan competencias normativas, bien plenas bien de desarrollo normativo (artículo 1).
Este acotamiento material resulta válido tanto respecto del Estado como respecto de los territorios históricos y entes locales. Respecto del Estado por lo establecido en el artículo 1 del Real Decreto 1398/1993 (ciertamente este argumento únicamente vale para el procedimiento, no para la parte sustantiva de esta ley; pero, en relación a ésta, la justificación competencial radica en su carácter de simple desarrollo de los principios establecidos en la Ley 30/1992). Y respecto de los territorios históricos y los entes locales el fundamento competencial de esta ley está en que sus regulaciones pueden considerarse básicas en la parte dedicada al régimen sancionador y el correspondiente procedimiento de la configuración de cualquier sector material en la que la competencia normativa esté compartida.
Esta ley incorpora en varias ocasiones textos de preceptos de normas estatales, pero ello no conlleva inconstitucionalidad formal, pues o bien se hace en ejercicio de la competencia autonómica o bien la incorporación encuentra fundamento en la necesidad de hacer una ley completa y precisa, en los requerimientos de la seguridad jurídica, en suma.
III
El instrumento más apropiado para la regulación encaminada a los objetivos precedentemente enunciados es la ley.
La reserva de ley establecida en el artículo 25.1 de la Constitución sólo se refiere expresamente a las infracciones y sanciones, pero es razonable la tesis según la cual se incluyen en el ámbito de la reserva los aspectos esenciales de todo régimen sancionador, en sus facetas sustantiva y procedimental. Piénsese, por ejemplo, en todo lo relacionado con la determinación de la responsabilidad: causas de justificación, causas de exculpación, participación, prescripción, derecho de defensa, etc.
A esto hay que añadir que, aun fuera del ámbito estricto de la reserva de ley, la importancia de la regulación y su finalidad unificadora reclaman con evidencia la intervención decisoria del Parlamento.
Por otro lado, desde una perspectiva práctica debe señalarse que la forma de ley es la única que garantiza la expulsión del ordenamiento de todas las regulaciones sectoriales vigentes establecidas con rango legal y contrarias a la que en esta ley se configura, lo cual es imprescindible para el logro del objetivo de unificación y la consiguiente garantía de la seguridad jurídica.
IV
La ley se divide en tres capítulos: el primero fija el ámbito de aplicación respetando el esquema competencial que precedentemente hemos trazado en sus líneas fundamentales; el segundo y el tercero, por su parte, recogen el resultado del intento de consecución de los objetivos que persigue esta ley.
En el capítulo segundo se recogen las reglas sustantivas que deben dirigir cualquier acción punitiva. De un lado, las que permiten determinar cuándo una conducta es punible por ser típica, antijurídica y culpable, amen de por no ser contraria su persecución a la seguridad jurídica (prescripción), y, de otro lado, las que permiten el logro de un principio esencial de lo punitivo: la individualización de la respuesta punitiva en razón de la culpabilidad (graduación de la pena en función de las circunstancias modificativas de la responsabilidad) o de la incidencia de la sanción en la situación del sancionado. El capítulo segundo recoge, en suma, las reglas que establece la parte general del Código Penal, con las matizaciones y omisiones (que también son matizaciones) que se han estimado necesarias.
La mayor parte del Capítulo segundo va dirigida al aplicador, pero hay dos artículos que tienen como destinatario al normador, que son el 4 y el 11.1.
El artículo 4 quiere ser expresión del principio de «lex certa» (aspecto del principio de legalidad), del principio de proporcionalidad y del principio «non bis in idem», referidos a la tipificación de infracciones. Se trata de especificaciones que desarrollan los artículos 129, 131 y 133 de la Ley 30/1992.
El principio de proporcionalidad no se manifiesta sólo en la aplicación casuística del régimen sancionador, sino también en la tarea normativa, y, dentro de ésta, no es únicamente criterio para la fijación de las sanciones, sino igualmente para la tipificación de las infracciones, en cuanto que la decisión misma de tipificar una infracción y su calificación abstracta en función de su gravedad deben responder a una necesidad concreta de protección y tener en cuenta, por ende, el bien jurídico atacado y la gravedad de la lesión o del riesgo que la conducta o el hecho comporte (el principio de «última ratio» rige también en el Derecho Administrativo sancionador).
El principio «non bis in idem» debe ser cumplido desde el mismo momento de la configuración normativa del régimen sancionador. La doble punición tiene su germen en la contemplación de la misma o semejante acción u omisión y el mismo o semejante bien jurídico en dos o más normas, ya sean penales y administrativas o sólo de esta segunda clase. Es en el estadio normativo donde se encuentra la potencia de la vulneración del principio, y es, por ende, en ese estadio donde se puede y se debe comenzar a trabajar para evitar tal vulneración.
Esta labor del normador tiene dos aspectos. En primer lugar, debe determinarse, en el momento mismo de la decisión tipificadora, si existe fundamento para tomar la vía punitiva, esto es, si el bien jurídico de que se trate no está protegido ya frente a la agresión considerada por otras normas punitivas preexistentes, o si estándolo no lo está íntegramente, lo que sucederá cuando queden aspectos del mismo o de la conducta agresora no contemplados en la norma preexistente, o, dicho de otra manera, cuando reste un contenido de antijuridicidad no comprendido en dicha norma al que es necesario dar una respuesta punitiva. Esta última especificación es sumamente importante, pues la doble punición no sólo tiene que fundarse en la existencia de distinto bien jurídico o distinta conducta lesiva o potencialmente lesiva, sino, en los casos en que tales distinciones no se dan de forma absoluta, también en la proporcionalidad de la posterior punición respecto de la protección otorgada por la preexistente (principio de «ultima ratio»). Y, en segundo lugar, se debe ser lo más preciso posible en la descripción de los tipos, pues de esa forma no sólo se logra la seguridad jurídica en lo tocante al conocimiento por el destinatario de las conductas prohibidas, sino que también se evita el solapamiento de tipos infractores, auténtico caldo de cultivo de la multipunición sin fundamento.
El artículo 11.1 recoge el principio de proporcionalidad respecto a la fijación en abstracto de las sanciones. Pero pretende hacer algo mas: pretende dar una pauta de eficacia a la hora de elegir normativamente las sanciones; quiere que las sanciones se acomoden en su naturaleza y contenido tanto a la índole de los hechos infractores como a las finalidades y peculiaridades de la regulación material en la que se inserte el régimen sancionador. En realidad, se trata de contemplar dos aspectos de la proporcionalidad: el que atiende a la posición individual del sancionado y hace a las circunstancias que determinan el grado de antijuridicidad de su acción y el que se coloca en la perspectiva del logro del interés general, buscando la protección, a través de la prevención, del bien jurídico considerado. Una sanción justa es la que conjuga armoniosamente estos dos aspectos, la que es proporcional a la gravedad de la infracción y al fin protector perseguido.
El artículo 1.2 excluye la potestad disciplinaria de la aplicación de la ley, porque tal potestad tiene una naturaleza peculiar que exige una regulación propia. Ahora bien, tal potestad es potestad sancionadora y participa, por ende, de lo esencial común al Derecho punitivo, y por eso los principios que definen a éste le son también aplicables, aunque puedan necesitar de adaptaciones mayores o distintas que las que requiere la potestad sancionadora general. Y, siendo así, resulta razonable sostener que esta ley puede servir de inspiración en la construcción del régimen disciplinario (tanto en el aspecto de creación normativa como en el de interpretación de la norma) e integrar las lagunas de éste.
El artículo 2 establece los parámetros normativos de la potestad sancionadora en lo que hace a sus reglas sustantivas, siendo puntos a destacar la remisión que se hace a los regímenes sancionadores sectoriales y la aplicación integradora del Código Penal.
Al contrario que en las reglas procedimentales, en las sustanciales la materia a la que cada régimen sancionador sectorial se refiera tiene mucho que decir, pues de las características de dicha materia, de las finalidades y naturaleza del sector del ordenamiento de que se trate dependerán, en atendible medida, no sólo la tipificación de infracciones y sanciones, sino aspectos importantes de lo que se viene llamando parte general del Derecho Administrativo sancionador, tales como las circunstancias que excluyen la antijuridicidad o la culpabilidad, las modificativas de la responsabilidad, las reglas específicas de determinación de la sanción, la prescripción, etc. Y es por ello por lo que el artículo 2.1 se refiere a las normas sancionadoras sectoriales, en el bien entendido de que el marco esencial lo dibuja esta ley, marco que debe constituir un límite y una inspiración para la futura tarea normativa.
El Código Penal es la principal inspiración del capítulo segundo, en cuanto en dicho código se halla la mejor elaboración, hasta el momento, de los principios esenciales del «ius puniendi», pudiéndose considerar como Derecho Común punitivo. Ahora bien, el criterio orientador fundamental de esta ley es, como se ha dicho, la adaptación de dichos principios, en la medida de lo posible, a las peculiaridades de lo punitivo administrativo; de ahí que su aplicación deba venir condicionada a la compatibilidad con dicha peculiaridad (artículo 2.2). Es un condicionante genérico, pero no puede ser de otra forma, dada la naturaleza de la regulación de que se trata. La adaptación aludida se manifiesta, a lo largo de esta ley, en matizaciones, modificaciones, añadidos y omisiones concretas, pero, tratándose de la llamada general o específica al Código Penal, la necesidad de adaptación no permite otra forma de expresión que el condicionante genérico que la ley incorpora, condicionante que, por otro lado, es consustancial a toda operación de integración normativa, pues ésta no se puede hacer sin respeto a la naturaleza peculiar de la norma o el caso receptores.
La esencia del principio de culpabilidad está, en este momento, en la locución del artículo 3; más allá del dolo y la culpa o imprudencia se abre un amplio territorio inexplorado o escasamente explorado donde la responsabilidad objetiva campa por sus respetos. Las matizaciones necesarias a los conceptos de dolo y imprudencia deben venir de la exploración exhaustiva de dicho territorio, de su conquista, podríamos decir, y eso es tarea de la interpretación doctrinal y jurisprudencial, que puede nutrirse, tal vez, de instituciones administrativas o civiles relativas al fenómeno jurídico de la responsabilidad, pero sin desvirtuar, en ningún caso, la esencia del principio de culpabilidad. Hasta que no pasen años de elaboración jurídica cualquier intento innovador de la ley en tal cuestión es fuente de inseguridad, cuando no una puerta abierta a la responsabilidad objetiva y, por ende, a la destrucción de dicho principio.
Lo que el artículo 3 pretende es dejar claro que la responsabilidad objetiva no cabe en el ámbito de lo punitivo administrativo, y no pensamos que el artículo 130.1 de la Ley 30/1992 impida esta pretensión, entre otras cosas porque la doctrina del Tribunal Constitucional, a la luz de la cual hay que interpretar las normas, es reiterada en el sentido de exigir el principio de culpabilidad en todas las manifestaciones del Derecho Administrativo sancionador. Así las cosas, simple inobservancia es culpa o imprudencia, una forma de culpa o imprudencia cuyo contenido exacto lo establecerá la jurisprudencia.
El artículo 5 deja impune la tentativa y la frustración (la segunda ya no existe en el Código Penal), pues se entiende que en el Derecho Administrativo sancionador sólo la consumación es sancionable. El que, por regla general, las infracciones administrativas supongan riesgos o lesiones menos graves o se refieran a bienes jurídicos menos importantes que los delitos y las faltas penales hace que los grados de ejecución anteriores a la consumación no contengan el grado de antijuridicidad necesario como para ejercer el «ius puniendi» (de nuevo aparece aquí el principio de «última ratio» o intervención mínima).
Otro tanto cabe decir de los llamados actos preparatorios (conspiración, proposición y provocación) y de la apología. Pensamos que no se da, en el ámbito sancionador en que nos movemos, la razón de antijuricidad suficiente como para adelantar tanto la protección punitiva. Piénsese que en el Código Penal tales conductas sólo se castigan en casos específicos expresamente previstos, en razón de la gravedad y especial naturaleza del delito que tengan por objeto.
Naturalmente, la exclusión que hace el artículo 5.2 tiene un sentido general, contempla los actos preparatorios y la apología como conductas referidas a cualquier infracción, y, por ende, no impide que, si se estima necesario, se tipifiquen específicamente dichas conductas en determinados casos concretos.
El artículo 6 se refiere a las causas que eximen de responsabilidad.
En el número 1 se acude al Código Penal como fuente principal, con el condicionante de compatibilidad al que ya hemos aludido en párrafos precedentes, porque se entiende que, en esta cuestión, poco es lo que se puede innovar respecto a aquél. No obstante, se hace referencia a las matizaciones que en la aplicación de las reglas penales sean precisas y se deja una puerta abierta a la fijación sectorial de eximentes propias del Derecho Administrativo sancionador.
Debe tenerse en cuenta que las matizaciones aludidas tienen como límite la esencia de las eximentes penales de cuya aplicación se trate y que las causas propias no pueden encontrar otra razón que la que se mueva dentro de los márgenes de los principios de antijuridicidad y culpabilidad. También debe cuidarse que el sobredicho condicionante de compatibilidad no se entienda y use como un obstáculo irrazonable a la exculpación. No se trata de hacer más eficaz el sistema sancionador inaplicando sistemáticamente las causas eximentes, con sacrificio desproporcionado del principio de culpabilidad; se trata, más bien, de impedir que la eficacia del sistema sancionador sufra en exceso por una aplicación irreflexiva de dichas causas, una aplicación sin razón de ser, por no responder el supuesto penal a las características de la infracción o régimen sancionador administrativo de que se trate, o inmatizada cuando la matización sea necesaria.
En el número 2 se hace una referencia expresa al error, pues se entiende que es ésta una circunstancia exculpatoria que tiene un amplio campo de juego en el Derecho Administrativo sancionador, debido a la profusión, frecuente complejidad e imprecisión, no siempre evitable, de las normas sancionadoras. Se mantiene la configuración del Código Penal (artículo 14), si bien se modifica la consecuencia del error vencible, porque en esta ley no se contempla la imprudencia como en aquél, es decir, como una forma de comisión específica, residual respecto al dolo, a la que se le atribuye un efecto de penalidad preestablecido, sino como manifestación ordinaria del principio de culpabilidad, la cual permite distintos grados, en función de los cuales puede atenuarse o agravarse la sanción.
No se ha recogido la idea en el texto de la ley por la dificultad de encontrar una fórmula de la precisión, abstracción y generalidad exigibles, pero es de suma importancia tener en cuenta que en el campo sancionador se ha de extremar la prudencia a la hora de aplicar la circunstancia del error, pues ésta lleva en sí potencial suficiente como para reducir a la nada la virtualidad protectora de cualquier régimen sancionador. No se puede sancionar a quien no pudo conocer la antijuridicidad de su acción y debe atenuarse la responsabilidad de quien no la conoció aunque pudo conocerla, pero se debe ser riguroso (no irrazonable) en la exigencia del deber de diligencia cuando implica el conocimiento de las normas que rigen la actuación del ciudadano, lo que ocurre especialmente cuando son normas que afectan a sectores determinados de actividad (industrial, comercial, deportiva...), cuyos destinatarios son, por ende, los sujetos de dicha actividad, a los cuales se les debe exigir diligencia en el desarrollo de la misma, diligencia profesional en la que se integra el conocimiento de las normas administrativas que disciplinan la actividad. También debe considerarse que cuanto mayor sea el cuidado que se ponga en la tarea normativa (tanto al optar por la intervención punitiva como al describir la infracción) menor será el campo de juego del error. Aquí, como en otros aspectos del Derecho Administrativo sancionador, resplandece la idea de que la eficacia de la potestad sancionadora no se puede lograr sólo a través de la matización de los derechos y las garantías del ciudadano implicados en lo punitivo, sino también a través de otros caminos, y en especial a través de la reflexión y el esfuerzo en la tarea de configuración normativa de los diferentes regímenes sancionadores sectoriales.
En el número 3 se recoge la minoría de edad como causa de inimputabilidad. Que hay una edad en la que no se puede ser responsable de una infracción administrativa es algo que no hay dificultad en admitir, pues no es sólo un principio integrante de lo común punitivo, sino que también forma parte de la esencia de la idea general de responsabilidad jurídica, que entronca con la de personalidad jurídica. Lo verdaderamente difícil es fijar esa edad. En el ámbito penal es factible fijar una edad invariable, pero no ocurre lo mismo en el ámbito administrativo sancionador, dada la cantidad de infracciones tipificadas y las diferencias de naturaleza entre ellas, diferencias que pueden incidir en la cuestión, máxime si se considera que la determinación de la minoría de edad no sólo debe fundarse en razones atinentes a la idea de responsabilidad jurídica, sino que pueden considerarse razones referidas a la eficacia en la consecución de los fines perseguidos en cada caso por la potestad sancionadora. Es por ello por lo que la ley se remite a las normas sancionadora sectoriales y establece una regla supletoria.
El artículo 7 habla de las circunstancias que modifican, atenuando o agravando, la responsabilidad; atiende, junto con el artículo 14, al principio de individualización de la respuesta punitiva desde la perspectiva de la culpabilidad.
El número 1 repite el esquema del artículo 6.1, por lo que es trasladable aquí lo dicho respecto a éste.
El número 2 responde a la necesidad de dejar una puerta abierta a la introducción casuística de circunstancias atenuantes, necesidad que proviene de la imposibilidad de abarcar en los textos normativos todas las posibilidades que la realidad presenta al respecto. Y, así, el citado número establece una cláusula abierta al estilo del artículo 21.6 del Código Penal, si bien que con una matización importante, a saber: dicho precepto penal establece el condicionante de la analogía, el cual puede entenderse referido a la significación de menor reprochabilidad común a toda circunstancia atenuante o a la concreta significación de las circunstancias expresamente previstas en la norma.
Pues bien, como quiera que esta ley pretende excluir claramente este segundo entendimiento (en la línea de la jurisprudencia penal más reciente), considerando la posible imprecisión y las posibles carencias de los elencos de circunstancias atenuantes de las normas sancionadoras sectoriales, el artículo 7.2 de la misma condiciona la aplicación de la cláusula abierta no a la analogía con las circunstancias preestablecidas, sino a que concurra el efecto de minoración de la culpabilidad, que es lo que define la idea misma de la atenuación en la determinación concreta e individualizada de la respuesta punitiva. En el inciso final se establece un criterio para iluminar la aplicación de la cláusula abierta, un criterio que persigue que la determinación de si una concreta circunstancia tiene o no el referido efecto y del grado de éste se haga, además de en atención a la naturaleza propia de la circunstancia de que se trate, ponderando la relación de tal circunstancia con la naturaleza y finalidad de la infracción y del régimen sancionador sectorial de que se trate.
El número 3 responde a la prohibición de aplicación analógica «in peius» que rige en el ámbito punitivo y que es corolario del principio de legalidad. Dicha prohibición tiene su principal campo de acción en el terreno de los tipos y de las sanciones, pero debe extenderse a todo aquello que directamente influya en la agravación de la respuesta punitiva.
El número 4 parte de la idea de que en el Derecho Administrativo sancionador, al contrario que en el Derecho Penal, la manifestación ordinaria del principio de culpabilidad, la que subyace, de modo general, a los tipos infractores, es la imprudencia, y, por ello, contempla la comisión dolosa como algo residual y le dota de un efecto agravante de la respuesta sancionadora, a concretar después de la ponderación de todas las circunstancias concurrentes en el caso capaces de influir en la individualización de la responsabilidad.
El número 5 atiende a la existencia de diferentes grados de imprudencia y a la necesaria posibilidad de variación de la respuesta punitiva que ello implica.
Los números 6 y 7 recogen circunstancias atenuantes de larga tradición en la legislación penal. Si en el número 7 se ha optado por hablar de colaboración en el esclarecimiento de los hechos, en vez de introducir la clásica confesión, ha sido para dar cabida a todas las variadas actitudes y conductas que, sin ser estrictamente confesión, pueden merecer una atenuación de la sanción por facilitar la consecución de la finalidad del procedimiento sancionador.
El número 8 pretende recoger los supuestos de infracción con pluralidad de perjudicados y lo que ha venido en llamarse infracción permanente. Se trata de supuestos que manifiestan un plus de reprochabilidad que no puede traducirse en una múltiple punición, porque el tipo infractor no puede aplicarse varias veces, al no suponer el mantenimiento en el tiempo de la acción u omisión o la afectación a varias personas una múltiple lesión del bien jurídico al que el tipo infractor atiende, por lo que la consecuencia jurídica de ese plus de reprochabilidad debe consistir en el agravamiento de la sanción correspondiente.
Lo mismo que se ha dicho para explicar la impunidad de los grados de desarrollo anteriores a la consumación y de los actos preparatorios, cabe decir respecto de la impunidad de las formas de participación distintas de la autoría (artículo 8 de esta ley).
El artículo 9 traslada el artículo 28 del Código Penal con las siguientes matizaciones:
Menciona expresamente a las personas jurídicas porque su capacidad para cometer infracción y ser sancionadas es algo unánimemente aceptado en la doctrina y la jurisprudencia.
Excluye la inducción por las mismas razones por las que hemos visto se consideran impunes la complicidad, el encubrimiento (se deja impune como forma de participación, y sin perjuicio de que determinadas conductas encubridoras o de similar significado se contemplen en tipos infractores específicos), la provocación y la apología.
Se considera autor al que incumple el deber legal de prevenir (no de evitar) la comisión por otro de la infracción.
Esta última matización obedece a la necesidad de incorporar la regulación contenida en el artículo 130.3 de la Ley 30/1992. Y, aunque tal incorporación se hace modificando el meritado precepto, ello no conlleva exceso competencial, pues se respeta lo esencial del mandato de la ley estatal, variándolo únicamente en la medida necesaria para reconducirlo a lo que creemos es el cauce de lo punitivo. En efecto, la esencia de la norma estatal es, por un lado, la responsabilidad de todos los que siendo destinatarios de una obligación la incumplan, y, por otro, la responsabilidad de quienes incumplan la obligación legal de prevenir la infracción cometida por otro. Esta esencia no es alterada por la presente ley, la cual la recoge en forma de coautoría, en el primer caso, y en forma de participación equivalente a la autoría, a efectos de penalidad, en el segundo, excluyendo lo que es ajeno al Derecho punitivo, esto es: la responsabilidad subsidiaria o solidaria. Estas figuras, propias del Derecho Civil, no pueden aplicarse en lo tocante a la sanción propiamente dicha so pena de herir de muerte al principio de responsabilidad personal, que es principio definidor de lo punitivo (otra cosa es que se apliquen a las responsabilidades civiles o similares que se deriven de la infracción, pero ése no es el caso ahora).
El párrafo segundo de la letra b) de este artículo 9 busca impedir interpretaciones del precepto que extiendan su ámbito de manera irrazonable. Así, como el deber de prevención lo es en relación con la comisión de infracciones por unas personas determinadas, que es sobre las que se ejerce la vigilancia que dicho deber implica, no se estará ante el supuesto de equiparación a la autoría previsto en la sobredicha letra b) cuando no se determine la existencia de infracción por cualquier motivo (porque no haya pruebas del hecho o porque se haya probado que no ocurrió o porque se haya apreciado una causa que excluye la antijuridicidad o porque el hecho no estaba tipificado, etc.), y tampoco cuando no se determine, igualmente por cualquier motivo, la autoría de la persona o personas respecto de las que el deber de prevención se ha impuesto, y ello aunque la vigilancia que dicho deber implica se haya omitido.
La afirmación precedente se debe a que no estamos ante un tipo infractor consistente en el incumplimiento de un deber de vigilancia, sino ante una forma de participación en la comisión de la infracción que se considera como la autoría a efectos punitivos, por lo que, si la infracción no existe o no la ha cometido quien debió ser vigilado, no hay presupuesto para la aplicación del precepto. Otra cosa ocurre si este último no es declarado culpable por la aplicación de una causa que excluye la culpabilidad. En tal caso sí puede aplicarse el precepto porque existe la infracción y se da la autoría del sujeto a quien se refiere el deber de vigilancia, el cual es independiente de la culpabilidad del autor directo de la infracción.
Debe tenerse en cuenta que no siempre que la infracción del otro se produzca resultará aplicable la norma que nos ocupa. No lo será cuando, aun produciéndose la infracción, el deber se haya observado, pues no es un deber de evitar un resultado (aunque a eso tienda), sino un deber de vigilancia, el cual se cumple cuando se despliega la actividad razonablemente exigible para impedir la comisión de la infracción, con independencia de que ésta se cometa o no. Este modo de entender el precepto viene exigido por el principio de culpabilidad y de responsabilidad personal. Si se sanciona a una persona con la sanción correspondiente a la autoría respecto de una infracción que ha cometido otro, con el único fundamento de que aquélla tenía un deber legal de prevenir la comisión de la infracción, con independencia de si se ha hecho o no todo lo razonablemente exigible en cumplimiento de ese deber, se está instaurando una responsabilidad objetiva por hechos ajenos, lo cual es la negación misma del Derecho en lo que al «ius puniendi» se refiere.
El número 3 de este artículo 9 pretende acomodar el principio de culpabilidad a la imputación de infracciones a las personas jurídicas. La doctrina del Tribunal Constitucional hace necesaria tal acomodación, pues éste sostiene que el reconocimiento de la capacidad infractora de las personas jurídicas no conlleva la exclusión del principio de culpabilidad, sino la adaptación de éste a la peculiaridad de aquéllas. Por definición, las personas jurídicas no pueden someterse a un juicio de culpabilidad, lo que obliga a referir tal juicio a las personas físicas que determinan la «voluntad» de aquéllas. Los actos de dichas personas físicas, cuando actúan como instrumento de las personas jurídicas, se imputan a éstas, pero si tal imputación tiene consecuencias punitivas requiere que aquellos actos sean típicos, antijurídicos y culpables.
Naturalmente, para que en estos casos la imputación de la persona jurídica pueda darse, tiene que ser ella, como tal, la destinataria de la norma en cuyo incumplimiento consiste la infracción, de tal manera que el incumplimiento de la persona física a través de la que actúa la persona jurídica es el incumplimiento de esta última.
El artículo 10 atiende a una práctica que correctamente encauzada puede resultar beneficiosa desde la perspectiva de la seguridad jurídica. Si se respetan los principios de culpabilidad y responsabilidad personal y se atiende al concepto de autor (a las explicaciones que del mismo da la dogmática penal), que las leyes sectoriales determinen en abstracto los responsables aporta precisión y seguridad, pues el conocimiento de la naturaleza de las infracciones, de la finalidad de las normas cuyo incumplimiento se tipifica y de la peculiaridad del sector material de que se trate es la mejor garantía para el acierto en la determinación de los destinatarios de dichas normas y, por ende, de los responsables de las infracciones. Lo que sí hay que evitar es que a través de la sobredicha determinación penal se sacrifiquen los referidos principios en aras de la eficacia.
El artículo 11.3 se refiere al decomiso, calificándolo, siguiendo al Código Penal, de consecuencia accesoria de la sanción.
El decomiso no es sanción, pero es consecuencia accesoria de ésta, lo que significa, por un lado, que agrava la punición, y, por otro, que es efecto de la comisión de la infracción, y ello conduce a la conclusión de que la garantía del principio de legalidad (en su doble faceta formal y material) es extensible al mismo. De ahí el inciso primero del precepto.
El artículo 12 se limita a trasladar a esta ley lo fundamental de la norma contenida en el artículo 130.2 de la Ley 30/1992. Se considera necesario desarrollar tal norma, pero no se puede hacer en esta ley porque es doctrina del Tribunal Constitucional que la regulación de las obligaciones de reposición e indemnización a que se refiere dicha norma es competencia exclusiva del Estado por tratarse de legislación civil. No obstante, sí se puede recomendar aquí que, para la resolución de las cuestiones que plantee la aplicación del precepto, a falta de norma estatal específica se atienda, con las matizaciones que la peculiaridad de lo punitivo administrativo requiera, a la regulación del Código Penal sobre la responsabilidad civil derivada del delito o falta.
El artículo 13 tiene como objetivo evitar el uso, en la tarea de calificación jurídica, de conceptos, criterios o elementos que no están incluidos en la descripción típica, criterios tales como la gravedad de los hechos, al que con cierta frecuencia se recurre de forma acumulativa: para calificar la infracción, para graduar la sanción y para la determinación de consecuencias accesorias.
El artículo 14 recoge, en primer lugar, el principio de legalidad en lo relativo a la imposición de la sanción, para, a continuación, establecer una serie de reglas relativas a la determinación en concreto de la sanción, en función de las circunstancias modificativas de la responsabilidad concurrentes. El precepto se inspira en el artículo 66 y concordantes del Código Penal, y lo hace porque no se ha encontrado mejor forma de plasmar la esencia del principio de individualización de la sanción en función de la culpabilidad.
El artículo 15 recoge el principio de individualización de la sanción en función de la situación económica del sancionado. Se trata de incorporar a la ley un principio que estaba ya presente en el Código Penal de 1973 y que en el vigente se reformula dotándole de mayor fuerza y precisión; a saber: que en la determinación en concreto de las sanciones económicas (las multas penales) debe tenerse en cuenta la situación económica del sancionado. No se contempla esta circunstancia como afectante a la culpabilidad ni a la antijuridicidad de la acción, ni a la gravedad de la misma; su consideración es exigencia del principio de igualdad ante la ley en lo tocante a la respuesta punitiva.
En efecto, el contenido perjudicial de la sanción es variable dependiendo de la situación económica de quien la sufre, de tal manera que si no se tiene en cuenta tal situación a la hora de fijar la sanción nos encontraríamos con que ante idéntica infracción, y con abstracción del grado de culpabilidad, unas personas recibirían mayor presión punitiva que otras (en la práctica, una sanción más grave, aun siendo formalmente la misma). Por otro lado, el sobredicho principio de individualización de la sanción en razón de la situación económica del sancionado sirve a la eficacia en el logro de los objetivos de prevención de la respuesta punitiva.
Precisamente porque la consideración de la situación económica del sancionado en la determinación en concreto de la sanción es del todo independiente de la culpabilidad del sancionado y de la antijuridicidad y gravedad de su acción, en el Código Penal se separa el número de días de la multa, en cuya fijación abstracta y concreta se atiende a estos factores, de la cuantía correspondiente a cada día, en cuya fijación se tiene exclusivamente en cuenta la situación económica del penado. En esta ley no se acoge la fórmula penal, pues se ha considerado más oportuno manifestar la meritada independencia a través de la diferenciación clara entre la tarea de determinación de la sanción en razón de la culpabilidad y la de acomodación de aquélla a la situación económica del sancionado. Esta última labor es posterior a la precedente y se realiza de forma separada.
Otro aspecto importante diferencia del Código Penal a esta ley, a saber: que en ésta la variación de la sanción no se ve como único medio de adaptación, sino como el último medio, estableciéndose como arbitrios preferentes el fraccionamiento y la suspensión de la ejecución.
El respeto por el principio «non bis in idem» requiere la solución y diferenciación clara de los concursos aparentes de normas y los concursos de infracciones, y a eso se dedican, nutriéndose de la ley y la doctrina penales, los artículos 16 y 17.
El artículo 16.1 incorpora las reglas clásicas para la resolución de los concursos de normas penales (aplicadas por la jurisprudencia durante la vigencia del Código Penal antiguo y recogidas expresamente por el vigente Código Penal).
El artículo 16.2 da un criterio para diferenciar los supuestos de concurso de normas de los supuestos de concurso de infracciones, en especial del llamado concurso ideal; un criterio que pretende armonizar las exigencias del principio «non bis in idem» con la necesidad de evitar la impunidad, cuando la inclusión de un hecho o una unidad de acción en el supuesto típico de varias infracciones suponga realmente la comisión de varias infracciones.
El precepto no atiende sólo a la existencia de distinto fundamento para la aplicación de las distintas normas tipificadoras concurrentes; atiende también a la frecuente circunstancia consistente en que las diferencias en el fundamento son pequeñas porque los tipos concurrentes coinciden en amplias zonas, o, dicho de otra forma, porque una parte importante de la protección que otorgan es común a todos ellos. Y así el precepto permite al aplicador valorar esta circunstancia y deducir de ella que basta con la aplicación de uno de los tipos concurrentes para cubrir la totalidad de la reprochabilidad jurídica del hecho.
El artículo 17.1 contempla lo que ha venido en llamarse concurso real de infracciones (varios hechos-varias infracciones) y establece la consecuencia jurídica consistente en la acumulación de sanciones.
El número 2 del artículo 17 contempla las figuras de la doctrina penal denominadas concurso ideal, medial e infracción continuada, pero no les da el mismo tratamiento que el Código Penal. Éste establece la aplicación de una sola pena agravada y lo hace de modo objetivo, partiendo de una consideración general y abstracta de menor reprochabilidad y en atención a criterios de política criminal relacionados con la función rehabilitadora de la pena, la cual no admite condenas desproporcionadas resultado de la acumulación de penas. La presente ley, en cambio, como la función rehabilitadora es ajena a las sanciones administrativas, no excluye la acumulación de sanciones, sino que establece que la misma se efectúe eligiendo las sanciones menos graves de las establecidas para cada infracción concurrente, con el condicionante de que, en el caso concreto, la unidad de acción o la continuidad infractora, aun suponiendo varias infracciones, denote una menor reprochabilidad. Este criterio se relaciona con el establecido en el artículo 16.2, y deben ser considerados conjuntamente.
El número 3 del artículo 17 pretende impedir la consideración de matizaciones como la que se establece en el artículo 76 del Código Penal, pues son matizaciones que no derivan de una graduación en función de la culpabilidad sino de la valoración de la función rehabilitadora, y ésta no se da respecto de las sanciones administrativas.
Como se ha visto, los artículos 16 y 17 atienden al principio «non bis in idem» desde la perspectiva de la elección de la norma aplicable y la determinación de la respuesta punitiva, con independencia de la existencia o no de una actuación punitiva previa sobre los mismos hechos y la misma persona. De esta última circunstancia, que es el presupuesto de la dimensión más conocida del referido principio, se ocupa el artículo 18, que a continuación se intentará explicar:
El número 1 enuncia el principio usando la expresión del artículo 133 de la Ley 30/1992.
El número 2 intenta dar una pauta precisa para la aplicación del concepto identidad de fundamento, entendiendo que en la apreciación de tal concepto no debe considerarse únicamente la configuración y finalidad protectora de los tipos, sino también la proporcionalidad de la respuesta punitiva posterior. Según se infiere de la doctrina vertida en las Sentencias del Tribunal Constitucional 154/90 y 234/91, el principio de proporcionalidad es uno de los fundamentos de la prohibición del «bis in idem» (otro lo puede ser el principio de seguridad jurídica), lo cual conlleva que deba ser elemento clave en la determinación de su alcance. Si la protección que otorga el tipo aplicado precedentemente es idéntica a la que otorga el tipo que se pretende aplicar (porque idénticos son los bienes jurídicos tenidos en cuenta y los riesgos de los que se les quiere salvaguardar), la cosa está clara: hay idéntico fundamento y no es posible la múltiple punición. En cambio, no se da tal claridad en sentido inverso si existen diferencias en el bien jurídico o el riesgo considerados, pues habrá que apreciar si esas diferencias requieren o no la posterior punición. Si el resultado de esta apreciación es negativo, la múltiple punición vulneraría el principio de proporcionalidad y, trasladando este principio a la comprensión del «non bis in idem», habría que concluir que no existe distinto fundamento que habilite a la punición posterior.
El número 3 intenta ir un poco más allá en la exploración del principio de proporcionalidad, en cuanto inspirador en el tema de la multiplicidad punitiva. Parte de la desigualdad de fundamento y de la posibilidad, por ende, de la sanción posterior pero permite suavizar ésta e, incluso, excluirla, en atención al grado de protección otorgado por la punición precedente que puede servir al objetivo protector de la sanción posterior. Es éste un precepto que mira a un supuesto frecuente: tipos cuya significación protectora, sin ser la misma, tiene zonas comunes.
El artículo 19 recoge las causas clásicas de desaparición de la responsabilidad.
Los artículos 20 y 21 regulan los aspectos fundamentales del indulto y la conmutación de la sanción inspirándose en la ley de 1870 e intentando adaptarla a la peculiaridad de lo administrativo.
El artículo 22 regula la prescripción de las infracciones y sanciones de forma sustancialmente idéntica al artículo 132 de la Ley 30/1992, siendo los añadidos que incorpora aclaraciones o desarrollos lógicos de dicho precepto. Así, el párrafo segundo del número 3 y los párrafos segundo y tercero del número 5 contienen regulaciones que dan respuesta a situaciones frecuentes en la práctica, desde la comprensión del instituto como abandono de la acción sancionadora. Y la pequeña variación que se introduce en el párrafo primero de los números 3 y 5 pretende dar seguridad sobre la determinación y las consecuencias de la paralización del procedimiento.
Algo más innovadora, aunque sin salirse del marco del desarrollo del artículo 32 de la Ley 30/1992, es la regulación contenida en el último inciso del número 2. En él se recoge la solución dada por alguna jurisprudencia al problema del «dies a quo» de la prescripción en los casos de infracciones llamadas permanentes, esto es que consisten en un actuar o un omitir que se prolonga durante el tiempo, sin que ello conlleve la existencia de una pluralidad de infracciones.
El capítulo tercero esta dedicado al procedimiento y dividido en dos secciones, una de disposiciones generales y otra en la que se establece el procedimiento propiamente dicho.
Las garantías procedimentales que requiere el ejercicio del «ius puniendi», desde la perspectiva del adecuado ejercicio de los derechos de los interesados, están ya en el Derecho Administrativo del procedimiento: en los textos legales y en la interpretación conforme a la Constitución que de ellos se viene haciendo con normalidad. La presente ley, partiendo de lo ya existente e inspirándose en ello, se limita a intentar precisar y completar, buscando siempre el equilibrio entre la eficacia en el ejercicio de la potestad sancionadora, que es eficacia en la protección de los importantes derechos y valores a que aquélla sirve, y el respeto a la esencia de los derechos del ciudadano implicados en el procedimiento. Y, por ello, las explicaciones a incorporar a esta exposición de motivos pueden ser más escuetas que las correspondientes al Capítulo segundo, reduciéndose a los extremos más significativos.
Al contrario que en el campo de lo sustantivo, en este procedimental se entiende que las normas configuradoras de los regímenes sancionadores sectoriales no deben tener ninguna intervención. Uno de los objetivos de esta ley es precisamente acabar con la multiplicación de normas procedimentales, que aporta inseguridad y en nada beneficia al fin propio del procedimiento. Y de ahí que en el artículo 23 se establezca la aplicabilidad del capítulo a todos los procedimientos y se omita la referencia a las normas sectoriales que se hace en el artículo 2.1.
En el artículo 25 se introduce una pequeña innovación respecto de otras regulaciones similares de las normas estatales o autonómicas vigentes. En el segundo párrafo del número 1 se amplía el ámbito de la comunicación a los procesos penales que se sigan sobre hechos que sean resultado o consecuencia de los hechos a que se refiere el procedimiento administrativo, y se hace porque puede haber casos en que el resultado o consecuencia de una infracción administrativa pueda ser constitutivo de delito o falta penales y en el proceso penal, por ende, deban examinarse los hechos que integran aquélla. Piénsese, por ejemplo, en las infracciones en materia de defensa del consumidor con resultados perjudiciales para la integridad física de personas concretas que constituyan ilícito penal.
El artículo 27 quiere ser una norma organizativa que facilite el cumplimiento del principio «non bis in idem». Es una norma que precisa del desarrollo reglamentario en lo tocante a las formas de la comunicación y de la coordinación, lo que no obsta a que se intente de modo inmediato el logro de su objetivo construyendo «ad hoc» el método de comunicación y coordinación.
El artículo 29 trata de concretar en términos razonables el principio de imparcialidad en su aplicación al tema de las relaciones entre iniciación, tramitación y resolución de los procedimientos sancionadores.
No creemos que la separación entre órgano que inicia y órgano que resuelve sirva en nada a la imparcialidad o apariencia de imparcialidad de este último, ya que la iniciación del procedimiento no conlleva acusación ni investigación, ni supone, por ende, un contacto con los hechos suficiente como para sostener una apariencia de parcialidad, máxime cuando en esta ley se obvia el trámite de actuaciones previas. Por contra, dicha separación produce distorsiones organizativas.
Con ser importante lo anterior, la cuestión principal es la relación entre la instrucción o tramitación del procedimiento y la resolución del mismo. En esta cuestión la ley parte de la idea de que la atribución de cada una de las fases a distintos órganos no sirve a la imparcialidad buscada y es, por el contrario, un medio perjudicial para la eficacia en el ejercicio de la potestad sancionadora.
Lo primero que debe tenerse en cuenta es que la peculiaridad de lo sancionador administrativo impide trasladar sin matices la construcción que en el ámbito procesal penal se ha hecho para evitar la llamada contaminación judicial (fase de instrucción-fase de enjuiciamiento). La peculiar organización administrativa y las diferencias entre el proceso penal y el procedimiento sancionador hacen de una traslación así una operación irrazonable. Es más, el propio Tribunal Constitucional se ha cuestionado la aplicación al Derecho Administrativo sancionador del aspecto del principio de imparcialidad de que tratamos (dice en su Sentencia 60/95: «En relación con este derecho fundamental a no ser juzgado por quien ha sido previamente instructor de la causa... hemos dicho que, al enmarcarse dentro de las garantías esenciales del proceso penal acusatorio, no es necesariamente extensible a otros procesos de similar naturaleza como es el caso del procedimiento administrativo sancionador...»). Y es por todo esto por lo que la presente ley ha incorporado una fórmula que, respetando la separación de fases ordenada en el artículo 134. 2 de la Ley 30/1992 y tendiendo al logro de la imparcialidad, se adecua a la naturaleza del procedimiento sancionador.
Por un lado, la labor de instrucción es una labor técnico-jurídica El instructor no sólo investiga y determina los hechos, sino que, se puede decir, prepara la decisión del órgano sancionador desarrollando una función de auténtico apoyo técnico; es una labor que, en consecuencia, debe realizarla un técnico. Además, el órgano sancionador no puede ser totalmente ajeno a la labor de instrucción, debe tener un cierto control sobre la misma, lo cual se dificultaría en gran medida si la instrucción y la resolución se atribuyese a distintos órganos. Por otro lado, en el procedimiento sancionador la imparcialidad no sólo requiere que el que instruye no decida y el que tiene que decidir no se implique en determinado grado en la instrucción (aspecto cuya garantía no tiene, en el marco de dicho procedimiento, demasiada dificultad), sino también que el que instruye no esté dirigido o condicionado en su función instructora por el que tiene la facultad de resolver. Éste es el problema importante, el que singulariza al procedimiento sancionador frente al proceso penal, en el cual tal problema no se da por la propia naturaleza de la organización judicial.
Teniendo todo lo que precede en cuenta, la fórmula aparece con facilidad: atribuir la instrucción a un funcionario y garantizar su independencia en el desarrollo de la función instructora.
La experiencia demuestra que, amen de la imparcialidad, es menester mejorar la calidad técnico-jurídica de la instrucción, lo que redunda en una mayor protección de los derechos de los ciudadanos implicados en el ejercicio de la potestad sancionadora y de ahí que la ley se refiera a unidades administrativas especiales, entendiendo que este sistema auspicia una mejor preparación de los funcionarios instructores. Sin embargo, la ley aquí no quiere sino sugerir, pues se entiende que la preparación técnica adecuada puede lograrse también por otros métodos.
Como queda dicho, el órgano sancionador no puede quedar ajeno a todo lo que se hace en la instrucción. Al no haber en el procedimiento sancionador una fase de juicio oral, que es en la que se concentra el enjuiciamiento propiamente dicho y en la que fundamentalmente se ejercita el derecho de defensa, el órgano sancionador, que es al que compete el juicio que conlleva el ejercicio de la potestad sancionadora, debe tener facultades para garantizar la adecuada defensa de los interesados durante la instrucción, lo cual no significa realizar actos de instrucción sino controlar la actividad del instructor en lo que pueda afectar al derecho de defensa de las partes. Este control, que sería más difícil de confeccionar si el instructor fuese otro órgano y no un funcionario, se establece en el artículo 41 y no empece nada a la independencia del instructor en su función instructora, pues tiene como única finalidad asegurar que ciertas decisiones de aquél no limiten infundadamente el derecho de defensa de los interesados.
También debe ser el órgano sancionador el que decida sobre las medidas cautelares, pues la limitación de derechos que éstas conllevan no puede dejarse al funcionario instructor. Según la STC 60/95 la adopción de medidas cautelares por el llamado a decidir no supone contaminación provocadora de apariencia de parcialidad, al no implicar investigación y aporte de los hechos, por lo que por este lado no hay inconveniente a la actuación cautelar del órgano sancionador.
Los artículos 30 y el 35 pretenden introducir el equivalente a la acusación particular del proceso penal.
No se encuentra motivo alguno para limitar la virtualidad del concepto general de interés legítimo en el procedimiento administrativo sancionador. El ciudadano no tiene derecho a castigar, pero, en cuanto víctima posible del ilícito penal o administrativo, tiene un claro interés en solicitar el ejercicio del poder público punitivo y en participar en el procedimiento previsto para encauzar tal ejercicio. La infracción administrativa puede perjudicar los derechos e intereses individuales tanto como el delito o la falta penales (amen del perjuicio al interés general siempre presente), por lo que no se alcanza a comprender la causa de la limitación consistente en que en el procedimiento administrativo sancionador únicamente estén presentes el interés general y el individual del imputado.
Si se excluyen del procedimiento sancionador los supuestos de las letras b) y c) del número 1 del artículo 31 de la Ley 30/1992 es, por un lado, porque no existen en el procedimiento sancionador interesados necesarios, al no haber un derecho individual a la sanción ni poderse exigir, en el marco de dicho procedimiento, el resarcimiento de los daños individuales derivados de la infracción, y, por otro lado, porque se quiere evitar la multiplicación de posiciones acusadoras construidas a partir de la preexistencia de un procedimiento administrativo sancionador.
Es propósito de la ley impedir las acusaciones particulares infundadas o carentes de los datos necesarios para una adecuada defensa, y por ello se establece un trámite de admisión y unos rigurosos requisitos al respecto.
Las medidas cautelares se oponen a la presunción de inocencia además de limitar otros derechos del ciudadano, y por eso requieren de un fuerte fundamento relativo a la protección de valores y derechos constitucionales y de unas garantías procedimentales que aseguren la defensa del imputado. Los artículos 31 y 32 complementan, atendiendo a tal requerimiento, lo ya existente en las normas estatales y autonómicas sobre la materia.
El resto del articulado del Capítulo tercero contiene el «iter» procedimental, del que lo más destacable es lo siguiente:
Se configura un acto de iniciación con un contenido y una aportación de documentos que posibilitan el ejercicio del derecho de defensa del imputado desde el momento mismo de la iniciación del procedimiento (artículo 36); lo cual es un exigencia del principio acusatorio, exigencia que se da en la fase de instrucción del proceso penal (STC 32/94) y que se siente con más fuerza en el procedimiento administrativo sancionador, en el que no hay una fase de plenario.
Se hace especial hincapié en la motivación de la propuesta de resolución y de la resolución definitiva, dejando claro que la misma debe incluir la valoración de las pruebas practicadas que ha permitido concluir la existencia de infracción, la autoría y la determinación concreta de la sanción y otras consecuencias de la infracción (artículos 38 y 43.1).
Para dotar de flexibilidad al procedimiento se ha preferido otorgar al instructor la facultad de acortar o alargar el periodo de prueba y los plazos de alegaciones, en vez de permitir la supresión de algún trámite, en la idea de que todos ellos son precisos para la adecuada defensa de los interesados y el logro de la finalidad del procedimiento (artículo 40).
El necesario equilibrio entre las facultades de enjuiciamiento del órgano sancionador y las exigencias del principio acusatorio y el derecho de defensa se ha intentado lograr en el artículo 43».